¿Cuántos de nosotros, docentes, somos conocedores de la validez y eficacia de los métodos educativos que llevamos a nuestras aulas? Quiero hacerte pensar. ¿Te animas a dedicarme cinco minutos de tu tiempo?
Durante aquella formación inicial en nuestras respectivas facultades nos explicaron, y probablemente aprenderíamos, las diferentes formas de enseñar, mostrándonos sus objetivos y sus planteamientos.
La llegada al mundo laboral acomodó la mayoría de aquellas teorías porque la realidad del aula nos obligó a preocuparnos primeramente de la gestión del grupo y la disciplina reproduciendo, muy probablemente, los mismos esquemas que usaron con nosotros nuestros maestros.
Pero el viento viró y soplaron aires de cambio en el mundo educativo.
Nos invadió una sensación de no poder quedarnos al margen de las nuevas metodologías. Por lo que cada centro y cada equipo docente comenzó a aplicar lo que mejor sonaba o mejor se amoldaba a su realidad. Muchos fueron (y siguen siendo) los esfuerzos formativos para empujar las rígidas y pesadas estructuras anquilosadas durante años en los colegios. Hubo que luchar contra muchos compañeros críticos con el cambio. Convencer a las familias recelosas de que, si se apostaba por un nuevo modelo, aunque costara, era con la seguridad (casi siempre) de un mejor resultado.
Y en esa vorágine de cambio llevamos varios años: entre un lustro y una década, diría yo.
Unos más y otros menos. Pero todos con la sensación de que no terminamos de encajar todos esos cambios en nuestro día a día. Con el sentimiento de que el nuevo engranaje no está del todo engrasado. De que cada curso escolar añade algo más a nuestra tarea, pero nunca resta nada de lo anterior. Comenzamos a tirar tabiques, acristalar aulas, leer en el suelo, trabajar en los pasillos, pintar murales en los patios, usar las TICs como si sin ellas no hubiera educación posible… porque había que cambiarlo todo. Nuestro centro tenía que ser diferente al de al lado. Teníamos que ser pioneros en algún aspecto, dejar el nombre asociado a un estilo nuevo, diferente, mejor… Y todas nuestras páginas web y redes sociales se llenaron de eslóganes que contenían palabras tipo: autonomía, educación en valores, educación emocional, nuevas tecnologías, STEM, PBL, desing thinking, cooperativo, Montessori, creatividad, Reggio Emilia, inteligencias múltiples, compromiso…
¿Pero cuántos de nosotros sabemos si los cambios que aplicamos nos hicieron mejores?
¿Cuántos docentes podemos medir el impacto de nuestras nuevas metodologías? ¿Qué evidencias manejamos después de unos cuantos años para poder decir que mereció la pena el esfuerzo? Estoy convencido de que la mayoría de nosotros sentimos que el cambio y el esfuerzo merecieron la pena. Pensamos que la mayoría de lo que hacemos en nuestro día a día funciona mejor. Creemos que graduamos a nuestros alumnos en mejores condiciones, más preparados y siendo mejores personas. Pero en eso se queda todo: sentimos, pensamos, creemos… Tras estos años de formarnos, aprender, aplicar y transformar propongo un nuevo momento.
Creo firmemente que estamos en el tiempo de las evidencias.
Tenemos que pararnos a pensar si lo que hicimos está bien o fueron meros fuegos de artificio. Si cambiamos la carcasa o también los componentes internos. Es tiempo de comenzar a pensar cómo podemos medir el impacto de nuestras mejoras educativas. Ha llegado el momento de dejar de lado a los gurús para acercarnos a los estudios y los laboratorios; para contrastar las metodologías, métodos, proyectos y cambios que realizamos y, de esa manera, llevar a las aulas las mejores opciones para nuestras alumnas y alumnos.
La ciencia tiene mucho que aportar en esa mejora de nuestra práctica educativa.
Cada día son más los estudios que nos cuentan cómo funciona el órgano de aprendizaje por excelencia. Hay muchas y mejores conclusiones sobre el desarrollo de nuestro cerebro y todas ellas podrían incidir, si nosotros quisiéramos, en nuestra forma de enseñar. Como docentes debemos intentar estar cada vez en mayor contacto con los resultados que las investigaciones nos proponen. Debemos seguir en el aula educando cada día. Ese es nuestro lugar y esa es nuestra labor. Pero no podemos mirar para otro lado.
Si, a partir de ahora, el viraje del viento no nos hace cambiar el rumbo una y otra vez será porque nuestras decisiones educativas estarán basadas en evidencias probadas, en suelo firme y seguro.
Se trata de conocer lo que se hace y ser consciente de ello.
Es un reto que si conseguimos superar hará nuestro sistema educativo más eficaz y nuestra labor más gratificante. Si pudimos revolucionar nuestras aulas ahora, sin duda, podemos conseguir de la mano de la evidencia que esa revolución dé frutos de calidad probada. ¡A por ello!
Autor: Xabi Gómez, maestro de primaria y lengua extranjera en el colegio Herrikide de Tolosa y autor del libro “Crear Escuela. Tendiendo Puentes entre la Neurociencia y el Aula”, recientemente publicado por la Editorial Círculo Rojo, Colección Docencia y Aprendizaje.
Reseña de Dolores Álvarez Peralías, maestra y pedagoga, recientemente en INED21: https://bit.ly/2NuboUQ.
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